jueves, 9 de septiembre de 2010

Oporto, a solas contigo

Hace poco leí que Victor Hugo definió la melancolía como la felicidad de estar triste. Yo hace poco le puse rostro de ciudad, ubicación geográfica y un río a ese sentimiento. Oporto es para mí la ciudad melancolía, la saudade bañada por el Duero, pintada en las fachadas de los edificios de tres o cuatro plantas de La Riberia y endulzada con ese vino al que se añade aguardiente para que sea meloso y contundente.

Pocas ciudades han penetrado de forma tan profunda en mi alma, pocas se han dejado sentir y muy pocas se han dejado vivir con esa mezcla tan paradójica de sentimientos.

Viaje a Oporto sola por azares del destino y es mi deseo volver a Oporto sola. Cuando la tristeza ataque, cuando la melancolía me desborde y cuando sienta que añoro una felicidad lejana, Oporto volveré a para estar a solas contigo.

viernes, 13 de agosto de 2010

Los encuentros, retomando las historias de este blog

Hace muchos años, cuando era una estudiante universitaria de periodismo, escribí que los encuentros eran las palomas mensajeras del destino. Y esta semana recordé esa frase gracias a dos encuentros fortuitos que han dejado eco en mi memoria y que me motivaron a retomar este blog.

El primer de ellos fue en una fiesta de cumpleaños. Maja, una chica serbia de veintipocos años a punto de terminar psicología. Como no podía ser de otra manera, buena parte de la conversación giró en torno a su nacionalidad porque es poco común en Madrid y porque me recordó un periodista serbio que viajó a Medellín por allá en 2001 para conocer las víctimas de las violencia en Colombia que se habían organizado para unir sus voces y visibilizar su situación.

Le conté a Maja que no recordaba el nombre del reportero pero sí su historia: se había hecho famoso porque era el responsable del único periódico serbio que siguió editándose en medio de la guerra hasta que la falta de electricidad se volvió un obstáculo insalvable. Pero lo más sobresaliente no era sólo el empeño en publicar, era aquello que contaba en medio del terror de los bombarderos y los francotiradores. Este periodista había tomado la decisión de mostrar que, a pesar de la guerra, la vida seguía en su país y se celebraban bodas y cenas familiares, ocurrían historias de amor asombrosas y había nacimientos que narrar. Sus crónicas estaban llenas de vida y paradojas que por mucho tiempo alimentaron la esperanza de las familias que recibían el periódico.

Con una sonrisa, Maja me confirmó que sabía de quién se trataba e inmediatamente me comenzó a contar historias de picardía y feliz ambigüedad que se dan en medio de guerras y conflictos armados, esas mismas que yo viví en Medellín a finales de los ochenta cuando las bombas del narcotráfico aterrorizaban la ciudad. Llegamos incluso a contarnos los chistes que circulaban sobre bombas, francotiradores y asuntos macabros que son tan difíciles de comprender para cualquiera que no haya vivido el terrorismo como su día a día. Y hablamos de la risa y de la necesidad urgente de reírse de lo más terrible para no dejar que nos mate de tristeza.

El segundo encuentro fue más silencioso. De hecho, fue la escasez de palabras y sonidos lo que lo hizo diferente. Estaba frente al Palacio de Oriente leyendo cuando sentí una presencia muy cerca que me miraba fijamente, intenté pasar y hacerle creer que estaba inmersa en mi lectura, pero hizo un gesto con la mano que me obligó a levantar la cabeza y mirarlo.

Era un hombre de unos sesenta años, del que nunca supe su nombre. En cuanto lo miré sacó un lápiz de un bolsillo de su camisa y luego una parte de algo que alguna vez fue un sobre con ventana. Y escribió ¿Me estabas ignorando? En un ataque de franqueza, le dije que sí, que no solía hablar con extraños. Y luego escribió otra pregunta y otra y otra y otra. Pidió permiso para sentarse a mi lado y durante dos horas y media estuvimos intercambiando ideas sobre política colombiana, Saramago y sobre el destino. No dijo una sola palabra. Sólo se comunicaba escribiendo en ese pedazo de papel hasta llenar el último espacio en blanco.

Nunca supe si no podía hablar o prefería no hacerlo. Tampoco de dónde era o qué hacía. Y sólo me dejó escribir en su papel cuando me pidió que escribiera en 4 palabras aquello que sentía que me faltaba y luego, como si de un ritual se tratase, que lo firmara. Yo de nuevo, fui muy franca y escribí aquello que sólo estaría dispuesta a decirle a muy pocas personas.